Abrimos la puerta de la iglesia. Es un edificio que pasa desapercibido. Camuflado entre construcciones antiguas. Se mimetiza en el ambiente. Una luz sobrecogedora traspasa las vidrieras. Es todo claridad. No hay nadie. Los bancos de madera se distribuyen simétricamente en dos interminables filas con pasillos a los lados. En un rincon del altar está el clavicémbalo. Austero, sobrio, antiguo, serio, frugal. Mi profesor de música se sienta pausadamente, con entusiasmo y delicadeza levanta la tapa del teclado. Un crugido sordo, esquemático, profundo, inunda la estancia. Estamos preparados. Dirígeme como si la música emanara de tu interior. Los dedos entrenados y ágiles comienzan a golpear con delicadeza las teclas blancas y negras. El espacio sonoro adquiere vida propia. Comienzo a gesticular con mis brazos, con mi cuerpo, con mi mente. La música de la tocata y fuga en re menor de Bach inunda el aire encerrado en el habitáculo. Me encuentro en un estado diferente de conciencia. La sincronía, la armonía, la matemática de las esferas siderales muestran su presencia. Acaba la tocata. Me siento en un banco disfrutando todavía del momento. Ensayamos durante un tiempo que se convierte en nada. Salimos de iglesia, nos metemos en un bar, nos tomamos una mahou y recordamos el pasado.
SC
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